Amanecía donde todo es poco, es decir, donde nacer es mucho más de lo que se podría desear. Por la galaxia chiquitita y Mariana en la que viven alineados los astros aún flotaban los hilillos de esencia de una madrugada de traslados. Un cielo puro e inmaculado, a juego con la efeméride y el pan de oro que se desmigaba desde las alturas, se afanaba por proyectar su mejor luz sobre el empedrado que habría de sostener los pasos de los que llevaban el corazón latiendo a revientacalderas en la suela de los zapatos. Alcanzaban los rayos los ojos del operario que guardaba con celo la puerta de entrada del aparcamiento del Charco de la Pava . Con una mano sobre la frente para aplacar el deslumbramiento y la otra en la gesticulación, organizaba la hilera de vehículos embotellados. Ocurría lo mismo en el descampado de la Feria y en la Cartuja . Se apeaba también la gente de los cercanías , los vagones de metro y los Tussams , que, abonándose a esa certidumbre de que todo lo importante no cuesta dinero, eran gratuitos . Desde la Avenida de Coria hasta Torneo , desde el Paseo Colón a la Borbolla , Sevilla era asediada por los testigos de la historia, que portaban el eco de lo inédito en la ropa, el rostro, las zancadas y la voz. Un treintañero de Barbour y castellanos, con el móvil apoyado en la barbilla y el dedo gordo sobre la pantalla, andaba rápido por el Valle mientras le mandaba un audio aleccionador a un colega que había decidido borrarse: «Ojalá te salga un hijo cofrade. Lo voy a disfrutar mucho, cabezón» . Un padre de sport, que encabezaba la expedición de su prole con un enorme macuto por la Constitución, advertía: «Esta mochila es como la de Doraemon, lo que queráis me lo pedís». Día de radio y auriculares, de bolsas de Álvaro Moreno, de gafas de sol, de restos de gusanitos en las yemas de los dedos de la inocencia. Día de muletas y andadores, de politonos con marchas, de gomina, de boinas, de pines, de medallas y manos atrás, de hijos guías que en la manigueta de sus brazos sostenían el ritmo lento y elegante de los que les enseñaron a andar . Día de sin mangas bajo el traje, de melenas de peluquería, de tertulia en el balcón, de enamoramientos que se consolidan frente a un palio, de carritos en los que van dormidos los angelitos de este rincón. Día de fotógrafos aficionados con la Nikon en ristre, de veteranas que disfrutan exhibiendo su conocimiento del callejero, sorteando los cortes de la Policía Local. La mujer adoquinada, como si se hubiese picado por la reapertura de Notre Dame, dejaba en cada una de sus esquinas un lienzo costumbrista, un retablo de verdad que apuntaba a su singularidad. Centelleaban las luces del alumbrado navideño, se arremolinaba la gente en los alrededores de la Catedral buscando su sitio. Los que hacían tiempo ocupaban las colas del Gato Negro en busca de un boleto que les doblase la suerte, se aventuraban a por una cervecita (con la c muy marcada en la dicción) «porque todavía estaban en hora» o esperaban su turno en el edificio de Cajasol para visitar el célebre Nacimiento sin saber, claro, que ellos mismos estaban formando parte de uno que está llamado a entrar en el Guinness de los Récords. Porque sí, ayer la ciudad de los cielos tangibles se convirtió de manera espontánea en un Belén viviente , el más multitudinario y especial que haya visto el mundo jamás. No en vano, llegaron de fuera los pastores de la provincia cargados con los presentes de su ilusión y su carisma, con las fiambreras repletas de filetes empanados y tortillas, peregrinando tras sus devociones. Y también estaban otros que habían emprendido su singladura desde distintos lugares de España y del planeta hasta este establo sureño y clandestino en el que Dios y su madre se iban a cobijar entre el calor y el fervor de sus hijos. Figuras de carne y hueso copaban la Plaza del Triunfo a la espera de que salieran las ocho estrellas que marcasen el rumbo de la travesía. La gente se apoyaba en las columnas y en las cadenas, se sentaban en los muros que sobresalen de la gótica fachada. Algunos, incluso, habían sacado del altillo las almohadillas de los toros para mitigar la espera. La estatua de la Inmaculada (que antes de Roma mi Sevilla proclamó, que diría el rockero) era un mirador desde el que se oteaba un rebaño humano que pastaba en las praderas de la gloria. Tres primos jugaban entre el gentío a pegarse. De vez en cuando, una de las progenitoras abandonaba la conversación para gritarles que no fueran tan brutos. Unos chavales comían pipas lanzando las cáscaras al suelo hasta que una señora les regañó con esa típica y certera llamada al orden que no da lugar a réplica: «¿Os parece normal? ¿En vuestra casa hacéis lo mismo?». Dos forasteros desnortados encontraron la complicidad en los rasgos simpáticos de una chica a la que le preguntaron por dónde podían salir de allí. Ésta, sin dejar de sonreír, señaló con el dedo a su novio: «Él, él es el capillita». No había camellos ni reyes, tampoco mulas y bueyes, pero sí un pueblo que se unió en un aplauso sincero cuando el humo del incienso anunciaba que era el momento de la ofrenda del mutismo, que tocaba custodiar en adoración a los que mandan. Y, a partir de ahí, entraron en escena los ríos, que no eran los del papel de plata que envolvían los bocadillos, sino unos reales. Hay dos caudales por los que le gusta reflejarse a esta dama de piedra . Uno es el de la piel de los fieles que se personalizan en la masa, haciendo de la bulla un arte y una característica, una manera de amar y de sentir, de rezar y de ser. Y el otro es el del agua que cruza por su vientre, el que fluye por los puentes que son los zarcillos que unen sus orillas. Hubo lío en el Paseo Colón con el acceso a las sillas , tapones en la calle Habana y algún que otro momento de tensión. Los que trataban de salir del centro se encontraban con las vallas. «Ofú, esto es un laberinto», mascullaba desesperado un paisano con la bandolera cruzada que se creció ante la indignación compartida de su alrededor y tiró del chascarrillo facilón de que con tantos cortes parecía que el dispositivo lo había montado el hijo de cierto actor famoso. La noche se apoderó del rebosante paritorio de lo divino , que olía a eternidad, que sabía a sino. La luna desparramó la piedad popular por las calles por las que se reinventa la mística y las huestes de la fe se lanzaron a descifrar el enigma de la hermosa e inapelable contradicción. Las sagradas escrituras colapsaban ante la desbordante pasión de una tierra que es capaz de albergar a la vez llanto y risa, dolor y alegría, pena y bonanza. Una tierra que por su Gran Poder consiguió encarar la fuerza de las Esperanzas y obró el milagro de que mientras el hijo de Dios daba su último aliento, empezase a nacer en los corazones de los que iban a muerte con él. Todo aquello ocurrió en un ayer que ya es para siempre. El día en que Sevilla, por arte y gracia de los sevillanos, se convirtió en Belén.
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Author : (abc)
Publish date : 2024-12-08 22:30:00
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