La mañana había despuntado morosa, retraída, timorata después de tanto invierno de lluvia y tanto invierno sobrevenido en esta Semana Santa tardía. Incluso había lloviznado y a San Gonzalo le cayeron algunas gotitas festoneando el regreso por el puente. Pero nada de eso importaba. Comparado con el Jueves Santo del año pasado (la memoria individual es tan limitada que sólo guarda recuerdo de lo inmediato), había salido espectacular. Así lo entendieron los sevillanos. Había una prisa en el ambiente por llegar a todo en esa mañana vesperal a la que cualquiera se asoma con el vértigo de arrimarse a la resbaladera por la que el tiempo se desliza cuesta abajo sin pausa hasta llegar a la orilla de Triana, junto a la cava, donde el Cachorro se recoge a las tantas de la madrugada del ya entrado sábado. Mariano, el dueño del Donald, saluda a los parroquianos con los que se cruza: «Pero qué prisa tiene hoy todo el mundo, ¿vais a misa?». Y uno, con guasa marca de la casa, le repone: «Es que va a llover». Pero no llueve. Ni hay perspectiva de que lo haga, así que la prisa tiene que venir del bullebulle inherente a esta mañana del Jueves Santo que deja los templos a rebosar con una muchedumbre paciente que lo mismo aguarda a que le llegue el turno para entrar en la iglesia (sin bulla, de ordinario) o en la taberna, cuando se ha cumplido con la tradición. Eso es complicado porque la visita de los siete sagrarios (como trasposición del jubileo de las siete iglesias principales de Roma) resulta imposible hasta que no se celebren los oficios y se quede el Santísimo Sacramento reservado en el monumento eucarístico. Sólo hay una parroquia donde es posible. En San Andrés le han dado cuerda a los horarios para que las manecillas del reloj retrocedan. Pero no unas cuantas horas, sino setenta años atrás, cuando el 25 de marzo de 1956 se instauró la reforma litúrgica de los días santos y se instituyó el triduo sacro. Todo eso lo explica a las mil maravillas el párroco de San Andrés y San Martín, Francisco de los Reyes, quien ha pedido permiso al vicario de zona, previa consulta al delegado de Liturgia, para poder celebrar la misa «vespertina» en la Cena del Señor antes del almuerzo. «Después pasan por aquí o cerca hasta cuatro cofradías y se hace muy difícil acceso», explica al comienzo de la homilía justificando el adelanto del oficio joviano. Al mediodía, con los turistas de pantalón corto y mirada más desnortada que su vestimenta entrando sin saber dónde, comienza la misa con el ‘Anima Christi’ de Frisina interpretado por el coro. El salmo se queda sin cantor, pero esa es otra pelea que no viene a cuento en esta página. Y antes del ofertorio, se mete en honduras de política intencional para rogar prodigalidad en la colecta para Tierra Santa y los cristianos perseguidos de Oriente Próximo. En las otras iglesias del Jueves, los guiris y las muchachas de mantilla se turnan en la cola. La del Gran Poder es bíblica. No por el tamaño sino porque serpentea enroscándose por la plaza lo mismo que la serpiente de bronce que Moisés elevó en el desierto para salvar de las mordeduras mortales de las serpientes a los israelitas. En la Magdalena, da la vuelta a la manzana y la cola está cerca de entrar en el hotel Colón, como si los visitantes de hogaño reclamaran lo que fue de los dominicos del convento Real de San Pablo antaño. Hay otra cola en la calle Álvarez Quintero pero no es ante ninguna imagen. Son las mujeres que aguardan a que las empleadas de Lina les coloquen la peina y la mantilla negra. Jóvenes, mayores, de mediana edad, agraciadas de porte y agraciadas con el luto que a todas estiliza, esperan pacientemente a que les llegue la hora. Al menos van a poder salir a la calle a lucir palmito. El año pasado, ni eso. Y entonces al cronista le da por pensar en toda la gente que anda trajinando en las tripas de la ciudad para que ésta ofrezca, en la mañana del Jueves Santo, su mejor versión. Por ejemplo, los fruteros rumanos de la esquina por los que se entera que en su país hay una variante de la torrija (pan duro, huevo, leche, aceite) pero sin tanta gracia; o el que despacha pan para los bocadillos de los costaleros; la encargada de la confitería que no da abasto; y los taxistas acarreando personal; los sanitarios de guardia; los camareros queriendo colar las medias raciones como medida universal de las barras; los policías enfrascados en sus vallas y sus prohibiciones; y los repartidores que nunca descansan… Y tanta gente como entrega su tiempo desinteresadamente: los que han pinchado claveles en el monte de los pasos toda la noche; las señoras de la mesa petitoria sin guasa ni palermazo y las niñas que enhebran la solapa con los colores de la hermandad; y los priostes que están para un roto y un descosido; los armaos que guardan lo más valioso junto al arco; y hasta los lectores de la Catedral. Todos están donando su tiempo para hacer grande este Jueves Santo. Esa otra ciudad que se agita y se estremece para que todo funcione como un reloj. Ese mecanismo engrasado a la perfección durante décadas para que no se pierda ni un minuto. Aunque le hayan dado marcha atrás a las manecillas a los tiempos de Pío XII.
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Author : (abc)
Publish date : 2025-04-17 16:10:00
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La mañana vesperal del Jueves Santo
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